
La guerra ha devastado la pequeña república exsoviética de Chechenia durante muchos años (1994-1996 y 1999-2009) y la ha dejado completamente asolada: según las estimaciones, entre 150.000 y 200.000 muertos, medio millón de desplazados y refugiados e innumerables viviendas destruidas. Durante mucho tiempo, la crónica del asedio del Goliat ruso sobre este David fue una presencia habitual en los noticiarios. Como en tantas otras ocasiones, la comunidad internacional observaba el conflicto desde la distancia, sin intervenir, porque no tenía ningún interés en forma de recurso natural o de alianza política con la parte agredida. Claro que la inacción, en este caso de desigualdad extrema, equivale a alinearse con el bando más fuerte.
La finlandesa Pirjo Honkasalo ha querido indagar en el conflicto checheno, y no desde la perspectiva externa del periodismo (reportaje) sino desde dentro, a través del documental. The 3 Rooms of Melancholia muestra el impacto de la guerra en personas concretas, sobre todo en niños, prescindiendo de las cifras abstractas del párrafo anterior y de análisis políticos y estratégicos. A pesar de registrar situaciones de gran dureza, el documental está impregnado de lirismo, de una extraña poesía que permite acceder a la interioridad de los participantes en lugar de quedarse en la simple superficie de los hechos. Mucho más impresionista que informativo, basado en la imagen y prescindiendo casi por completo de la narración, se trata de una película artística y delicada que muestra una situación desesperada y terrible. Tiene razón un crítico cuando escribe que se trata de una de las películas más tristes que se han filmado.
The 3 Rooms of Melancholia muestra el impacto de la guerra en personas concretas, sobre todo en niños, prescindiendo de las cifras abstractas.
La película está dividida en tres partes, cada una de ellas encabezada por un título, como si se tratara de capítulos: “Longing” (“anhelo”, o “nostalgia”), situada en una escuela militar de una isla a treinta kilómetros de San Petersburgo; “Respiración”, situada en Grozni, la castigada capital de Chechenia, y “Recordar”, en un orfanato de la vecina república de Ingusetia, a cuatro kilómetros de la frontera con Chechenia. Estas tres partes funcionan como piezas de un mosaico. La autora no establece relaciones explícitas o evidentes entre ellas, deja que se acoplen entre sí en la conciencia del espectador.
La vida en la academia militar de Kronstadt, en la isla de Kotlin (Golfo de Finlandia), es espartana. Los niños que aparecen en las imágenes, de entre diez y catorce años, han sufrido experiencias traumáticas y de abandono -hay huérfanos, hijos de alcohólicos, de paramilitares mercenarios, de prostitutas- que los han dejado abandonados en la calle, expuestos a la pobreza y la delincuencia, y los han acabado llevando a este internado del ejército ruso. La película empieza en el momento en el que los cadetes despiertan, de buena mañana, en el dormitorio comunitario, y disciplinadamente proceden a vestirse con el uniforme militar (es el riguroso invierno ruso: van abrigados con casacas y gorra de piel), antes de formar en el terreno de instrucción. La existencia en el interior del internado consiste en una estricta rutina de entrenamiento, mediante la que cada niño deberá asimilar de manera mecánica la formación militar que le es administrada por los instructores. Los niños practican educación física, aprenden a desfilar al paso y a hacer los saludos militares, así como artes marciales, o a cargar y disparar un fusil. Aprenden canciones de soldados, asisten uniformados a una ceremonia de la iglesia ortodoxa. Ven en la televisión cómo un grupo de terroristas chechenas que planeaban un atentado suicida en un cine de Moscú han sido asesinadas por los servicios especiales rusos antes de que consiguieran detonar los explosivos. Les inculcan, a fuerza de una instrucción despersonalizada e igualadora, su pertenencia al ejército; forjan una identificación entre ellos y el cuerpo.


Sin embargo, en medio de este terrible proceso de supresión de la individualidad, Honkasalo consigue captar, con pausados y serenos primeros planos de los rostros infantiles, la dimensión interior de los niños, asediada y violada. Aún queda en ellos un remanente de aquello propio de la infancia: el deseo de jugar, la espontaneidad, la curiosidad. Al mismo tiempo, se pone de manifiesto que estas características van desapareciendo de manera inexorable bajo la pesada disciplina militar: es probable que asistamos a su extinción definitiva. Como en un último homenaje a unas vidas interrumpidas demasiado pronto, de vez en cuando, en medio de la instrucción, una voz nos informa del nombre de niños concretos, y de las desgraciadas circunstancias que los han llevado a la escuela militar, a esa transformación de personas en soldados disciplinados.
Este primera parte de la película finaliza siguiendo a un cadete de catorce años que visita a su anciana abuela (es huérfano), probablemente en San Petersburgo. Mientras seguimos su desplazamiento en transporte público (y vemos con alivio, tras media hora de metraje, a las primeras personas no uniformadas del documental, pasajeros del metro y el autobús) escuchamos las reflexiones de este cadete, el mayor de los que aparecen en la cinta, que ya ha terminado de interiorizar la instrucción. Dice: “Seré soldado. Sé qué es la guerra. No tengo ningún miedo de matar a personas malas”. El poder que lo ha recogido de la calle y lo ha convertido en soldado se encargará de indicarle, a partir de ahora, quiénes son esas personas malas que tendrá que matar.
La parte situada en Grozni está filmada en blanco y negro, a diferencia de las otras dos, para subrayar la falta de vida y esperanza de esta tierra árida. Las primeras imágenes muestran edificios derruidos, destripados por los bombardeos, viviendas abandonadas, calles intransitables repletas de socavones y charcos, ruinas: el hundimiento de lo que entendemos por civilización. El título de esta parte (“Respiración”) indica que la vida ha quedado reducida a la simple subsistencia, al afán instintivo para sobrevivir día a día, con un horizonte prácticamente limitado a la satisfacción de las necesidades físicas. Hay perros hurgando entre los escombros; uno de ellos cojea, tiene malherida su pata trasera izquierda. Una mujer alza un cubo de agua (imposible creer que en buen estado) mediante una polea hasta un piso elevado, donde otra mujer lo recoge asomándose por el balcón. Un grupo de niños pequeños (los equivalentes chechenos de los cadetes de la academia rusa) juegan a la guerra: fingen que se disparan, puesto que seguramente los tiroteos son lo que más han visto en sus cortas vidas.

En este paisaje desolado brilla por contraste una chispa de bondad y solidaridad humanas. Hadizhat Gataeva, una activista humanitaria, se encarga de recoger niños abandonados y de llevarlos a un centro de atención donde puedan recibir los mínimos cuidados vitales que la vida les ha negado. Vemos cómo entra en un apartamento: una madre no puede hacerse cargo de sus tres hijos pequeños, porque el trabajo en un pozo de petróleo le ha minado la salud hasta dejarla postrada en un sofá. Gataeva se lleva a los tres niños -que lloran y se resisten porque no quieren abandonar a su madre-, les dice que todo se arreglará y que podrán estar juntos de nuevo algún día. Nadie lo cree. En un coche casi ruinoso, que circula vacilante por las calles deterioradas, la mujer lleva a los niños, entre soldados, tanques y controles de seguridad, hasta un centro en el que, al menos, podrán respirar. El coche atraviesa la frontera.
The 3 Rooms of Melancholia está repleta de planos largos, de primeros planos de rostros castigados y afligidos, de silencios que obligan a contemplar y a meditar. Honkasalo ha hecho lo máximo para ayudar a las víctimas de esta larga barbarie: afirmar y mostrar su humanidad.
En Ingusetia, finalmente, el exilio. Si las dos primeras partes eran parcas en diálogos, en esta última el silencio prevalece prácticamente por completo. Las escasas palabras nos revelan los pasados trágicos de los niños que sobreviven allí: uno de once años fue encontrado en una caja de cartón y ha perdido la memoria, pero no ha olvidado cómo lo violaron unos soldados rusos; otro fue arrojado desde un noveno piso por su madre; una chica de diecinueve años fue violada por tres soldados rusos cuando tenía doce, y cuida ahora a su hijo. Los niños del orfanato viven en una comunidad musulmana, y participan de sus rituales igual que los cadetes de la academia lo hacían de los de la iglesia ortodoxa. Los niños contemplan las montañas de la frontera con Chechenia, y escuchan el estrépito de las explosiones de la guerra en su país.

The 3 Rooms of Melancholia está repleta de planos largos, de primeros planos de rostros castigados y afligidos, de silencios que obligan a contemplar y a meditar, de música lenta y espiritual, de serenidad y respeto solidario, de visión poética. Gracias a estas opciones estéticas y éticas consigue adentrarse en la dimensión interior de las personas, y, al hacerlo, redimir la dignidad de unas vidas doblegadas por la brutalidad. Honkasalo ha hecho lo máximo que podía hacer para ayudar a las víctimas de esta larga barbarie: afirmar y mostrar su humanidad. Ojalá los políticos se hubieran comportado en el campo que les corresponde del mismo modo que esta cineasta en el suyo.
FICHA
Dirección, guión y fotografía: | Pirjo Honkasalo |
Producción: | Kristiina Pervila |
Música: | Sanna Salmenkallio |
País: | Finlàndia, Dinamarca, Alemanya, Suècia |
Idioma original: | Ruso, árabe, checheno |
Duración: | 106 minutos |
Tráiler | https://www.youtube.com/watch?v=vyvcqqkeqFQ |